Tuve el doble privilegio de ser hijo de educadores y ser educador a mi vez. Mi madre se encargó de apoyar mi primaria, mi padre fue mi profesor de español y literatura durante todo el bachillerato. Fui profesor de medicina por 20 años. Me considero un bachiller con una formación sólida y plural, y agradecido con la vida por lo afortunado que fui al recibir la calidad intelectual de un grupo de maestros de la docencia que eran, ante todo, unos seres humanos excepcionales. En esa época un profesor tenía el mismo prestigio que un abogado o un médico, aunque no con el mismo salario, por supuesto. Ese conocimiento me hizo sentirme soberbio por momentos, especialmente cuando salí del país y conocí a bachilleres y profesionales de otros países latinoamericanos que no sabían dónde estaban ubicados geográficamente y les resultaba fácil responder que la capital de Suramérica era Buenos Aires y, por igual, no conjugaban de manera correcta el tiempo de los verbos. Aquello era para alquilar balcón.

Hoy no puedo ufanarme como antaño, hoy siento vergüenza del nivel de la educación en Colombia. Si en aquella época marcábamos diferencia, ahora es claro que nos hemos nivelado por lo bajo. Sería irresponsable echar sobre los hombros de los profesores de este país la culpa de lo que ha pasado con la educación, simplemente porque ellos no imponen las decisiones que se toman en el ministerio de Educación; los profesores son los peones del ajedrez político de ese ministerio. Lo cual no quiere decir que se exima de responsabilidades a profesores que no cumplen con aquello para lo cual fueron nombrados. Pero hay que decir que estos últimos no son la mayoría. Lo que debo agregar como psiquiatra es que he atendido a un gran número de profesores de esta ciudad en muy malas condiciones emocionales por razones inherentes a su profesión –depresión, ansiedad, estrés laboral– pero hay un común denominador que los afecta a todos por igual: la sensación de frustración de reconocerse el esfuerzo que hacen por educar y la falta de una recompensa adecuada por parte del Estado. Estoy hablando de una recompensa emocional en el sentido de saber que cuentan con el reconocimiento de un padre estatal que aplaude el esfuerzo de un hijo laborioso a quien hay que consentir, y también de la cantidad de padres desagradecidos ,cuyos hijos son terminados de educar por muchos profesores. Y una de las grandes recompensas debe ser en lo económico. Dejémonos de pendejadas y admitamos que con el dinero que fuimos educados en mi época como hijos de profesores, muy difícilmente lo podrán lograr los educadores de hogaño. La falta de dinero es uno de los factores etiológicos de las depresiones y angustias de los profesores a quienes atiendo. Y eso no se cura con pastillas ni psicoterapia, sino con dinero, el dinero que se ganan trabajando.

El paro actual es más de lo mismo, nivelación salarial y salud digna, lo de evaluación de competencias es necesario. ¿Es culpa de los profesores? Es un asunto de toda la sociedad. Yo estoy de acuerdo con el paro y también con que se levante rápido, pero con dignidad al profesorado.

Mi lema solidario es: Entre profesores no nos borramos los tableros.

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